miércoles

El tiempo hacia atrás


La década de los ochenta se abre en La Habana con un chofer harto del materialismo dialéctico que se mete por sus cojones, una tarde de abril, en la embajada del Perú. Diez mil cubanos más, hartos probablemente de lo mismo (y de algunas cositas más) lo siguen a paso de conga.
Por ellos llegarán más tarde yates, lanchas a motor, barcas, falúas, chalanas, veleros, yolas, bajeles, carabelas, naos, galeones, goletas, bergantines, fragatas, trirremes y hasta el mismísimo botecito de la Virgen del Cobre. Todos van apilándose, fondeando uno detrás del otro en el puerto pesquero del Mariel. Mientras tanto, los futuros marielitos esperan (y desesperan) bajo el arrullador cantar de las turbas enardecidas quienes les recuerdan a diario que
Somos socialistas, palante y palante.
Y al que no le guste
que tome purgante.
Musicales que somos los cubanos. Nos caemos a trompadas unos a otros pero eso sí, siempre a ritmo de guaguancó.
Los estudiantes de la Secundaria Básica José Antonio Echeverría se han volcado en el Parque Central como un vaso de leche derramada. Avanzan, ahítos de consignas y con pedruscos en las manos. Todos van de uniforme—falda o pantalón de un horrible color mostaza y blusa blanca—y con la pañoleta roja anudada al cuello. Una bandera cubana ondea sobre las cabezas despeinadas de los muchachos.
Katiuska mira hacia arriba, hacia el cielo de julio que es una marejada de blanco e índigo. Sobre ella no se agita el pendón tricolor sino un estandarte donde relucen iracundos los ojillos del Che Guevara. La voz aguda de una condiscípula se eleva más y más, y a punto de quebrarse jura que esto es hasta siempre, comandante, en tanto que el espíritu avejentado de Carlos Puebla, autor de aquella letra insípida, revolotea alrededor de ellos.
Katiuska no soporta las canciones de Carlos Puebla. Ni las marchas a pleno sol, como éste que cae a plomo sobre el Parque Central. Hay un montón de cosas que Katiuska no soporta. Su nombre, especialmente. A ver qué idea le dio a mi madre de llamarme como una rusa cuando yo nací en el corazón de la Habana Vieja y soy mulata por más señas. Pero la madre le ha explicado, sibilina, que ese nombre te va a ayudar mucho en el futuro, criatura. ¿Tú no ves que todo lo ruso está de arriba ahora? Ya tú verás cuando seas grande...
Con trece años cumplidos, Katiuska no tiene idea todavía de lo que va a pasar cuando sea grande. Pero si está segura de dos cosas. La primera es que le gustaría tener su propia casa y no seguir viviendo en el apartamento que comparte con sus padres, sus abuelos, su tía Angélica y el marido en turno de ésta. Más los dos muchachos de la tía Angélica. Uno es rubio pajizo y el otro un mulato achinado. Esa Angélica es la candela, dice la madre de Katiuska. Y la abuela le canta aquello de


El cuarto de Tula
le cogió candela.
Se quedó dormida
y no apagó la vela.
Ojalá que tía Angélica no deje nunca encendida una vela de noche, no sea que terminemos los ocho miembros del núcleo familiar pernoctando en pleno paseo del Prado.
La otra certeza de Katiuska es que va a ser siempre la mejor amiga de Ana Masiel. No va a llamarla nunca la gorda los pompones, como le gritan los jodedores de la escuela. La verdad es que Ana Masiel, que estudia con ella en el séptimo grado, está un poco pasada de peso. Y que los pompones que se amarra a la puntica de las trenzas le quedan fatales.
Pero Katiuska no se va a burlar de ella. Jamás. Son amigas de hueso colorado. Se prestan creyones de labios, se soplan en las pruebas y se cuentan secreticos de los varones que les gustan. (La gorda está metida con un primo de Katiuska, con el jabao.) Ya han hecho planes para seguir de socias en el pre y hasta más adelante, cuando lleguen a la universidad. Y a celebrar juntas sus fiestas de quince. Lo que son las casualidades de la vida, caen en el mismo mes. Ya se ven muy vestidas de largo, bailando Tiempo de vals al alimón.
Tiempo de vals es el tiempo hacia atrás
donde hacer lo de siempre es volver a empezar,
donde el mundo se para y te observa girar...
Pero ahora no suena la música de Chayanne sino la del perpetuo Carlos Puebla, que sigue a vueltas con el comandante. Katiuska hace la higa, sin importarle quién la vea. Me cae como una patada en el intestino delgado. Al fin se acaba la canción y le toca el turno a una estrofa que alguien se ha sacado de la manga más estrecha de la igualdad racial.
—A los negros que se van, ¡que los coja el Ku Kux Klan!
Delante de Katiuska hay uno. Un negro grande, inmóvil, imponente, detenido por la turba justo bajo la estatua de Martí. Aferrada a la mano de su padre, una negrita flaca de siete años contempla asustada a la marea blanca y mostaza que los rodea. Seguro que son marielitos. ¿Por qué no los dejarán tranquilos? ¿A mí qué me importa quien se vaya por el Mariel o quien se quede? Si estuviera Ana Masiel aquí ya nos habríamos escapado a Coppelia para tomar helado.
Hace tres días que Katiuska no se encuentra con la gorda en la escuela. Y siente ganas de mandarse a correr a la casa de su socia, que queda a tres cuadras de allí, en la calle Trocadero. Cuidado no esté enferma la chiquita y yo sin saber nada. Pero no se atreve a irse. Menos ahora que aparece en escena, cual diosa guerrillera en botas rusas y gorra verde olivo, la guía de los pioneros. Carga una jaba que tiene cara de pesar bastante, verde olivo también.
Amelia se llama la guía y es profesora de Dibujo Técnico. Gusta de regañar y dar pellizcos. Katiuska, que los ha sufrido en más de una ocasión (por zoqueta, según Amelia) reconoce la sonrisa que curva los labios de la maestra, convirtiéndolos en acerada hoja de cimitarra.
—¡Pin pon fuera —gañen los estudiantes—, y abajo la gusanera!
Se acercan peligrosamente al negro y a su hija que son, proclama Amelia, dos futuros apóstatas. Dos atrevidos que quieren cambiar a Cuba qué linda es Cuba por la corrupta sociedad imperialista, largándose a Miami por el Mariel. ¿Cómo se atreven, eh? ¿Es que no se han mirado en un espejo?
—¡Arriba! —ordena Amelia.
Llueve la primera gota de una lluvia de mampostería enfurecida que primero ciega al negro y luego se le mete por la nariz y las orejas y por todos los poros del cuerpo. El hombre cubre con su corpachón la silueta de cañabrava frágil de la chiquilla y trata inútilmente de romper las filas apretadas que los apurruñan contra la estatua de Martí.
Katiuska evita mirar a aquel cordero oscuro sacrificado a los rojizos dioses del martillo y la hoz. Un vocerío ensordecedor le tupe los tímpanos:
Carter tiene blúmeres;
nosotros, pantalones.
Y tenemos un comandante
que le roncan los cojones.
Y dale con el comandante. Despliegan la bandera. Katiuska se arregla la pañoleta húmeda que se le enrosca al cuello como una boa rubí. Busca a Ana Masiel entre la multitud sudada. Ve caras rojas, bocas abiertas, ojos bajos, manos alzadas, lengüitas acezantes. Pero no ve a la gorda. Y ya le toca pasar por delante del negro arrinconado que cobija a la hija con sus doscientas libras, respondiendo a sus agresores con vituperaciones solariegas:
—¡Partía de singaos, si regreso algún día los reviento a patadas!
Avanzan las filas, se elevan más piedras. Monumento de odio que se detiene por un segundo, estático, en el aire candente de la tarde.
—¡Vete a que te linchen los yanquis!
Cae aquella catarata sólida.
—¡No se me van a olvidar estas caras!
Katiuska se cubre la suya con un brazo y pasa frente al hombre a toda velocidad. Lanza su piedra (¿al suelo? ¿a la negrita?) y sale corriendo, casi huyendo de la mirada pétrea del Martí.
Pero el acto de repudio no se ha acabado. Guiados por Amelia, los muchachos se dirigen ahora hacia El Prado. Katiuska se jura a sí misma que cuando lleguen a Trocadero me voy a hacer la boba y a escaparme a la casa de Ana Masiel. Que se vaya al carajo Amelia. Ni una tiradera de piedras más.
Cruzan la calle en pelotón y ya están en el Prado. Y allí, precisamente allí, bajo la estatua de los leones de bronce, como buscando protección en las fieras, está la gorda. Se le nota tensa y los pompones se estremecen de miedo cuando ve al grupo uniformado. Katiuska está ya a punto de echar a correr hacia su socia cuando Amelia los manda a detenerse. La maestra empieza a repartir instrucciones y cartuchos, que saca de la jaba, entre los estudiantes:
—Embárrenla de pies a cabeza. ¡Enmiérdenla toda!
Un perro flaco husmea los envoltorios con una mueca de hambre prendida a los colmillos rotos. Katiuska entreabre el suyo y la sacude el hedor de un tomate podrido. Todavía no comprende, o a lo mejor no quiere hacerlo.
—Sí, es para que se lo tiren a la gorda —recalca Amelia como si le leyera los pensamientos—. Ésa es otra que bien baila. Ayer la madre fue a darle de baja en la escuela porque les llegó el telegrama para irse.
El telegrama para irse. La frase se repite en la mente de Katiuska como un disco rayado. El telegrama para irse. ¿Y cómo ella no me avisó?
Katiuska no se mueve. Sus ojos se han encontrado con los de Ana Masiel y se ven juntas bailando tiempo de vals, tiempo para sentir y decir sin hablar y escuchar sin oír.
—Katiuska, ¿tú estás en la luna o qué te pasa? —la agita Amelia—. Dale, niña, que esto es pa hoy.
Al conjuro de la voz ácida de la maestra, Katiuska vuelve en sí. Casi contra su voluntad, lanza a volar aquel tomate agusanado que esquiva con piedad vegetal a la de los pompones. Katiuska cierra los ojos y no ve que el tomate se estrella flojamente contra un león.
—Pero ¿serás comemierda, muchacha? — le grita Amelia, antes de alejarse para ponerse otra vez al frente del grupo.
El perro flaco se esconde bajo unos matorrales y caga rápido. Luego se esfuma con la cola entre las patas temblonas. Tras él corre Ana Masiel, envuelta en tomates y huevos podridos. Por encima del sol, Katiuska siente un escozor en los ojos, por debajo del mar. No es tiempo de verdad.
Katiuska se inclina. Con el cartucho del tomate recoge el mojón semiblando. Una peste acre le golpea la nariz. Y lanza el envoltorio hediondo contra la profesora, reventándoselo en el mismo centro de la cabeza. Pláfata.
—¡Con Fidel seguimos palante y palante! —vocifera ahora, casi con alivio, mientras la gorrita de miliciana desaparece bajo la pasta maloliente.
—Y al que no le guste, que tome purgante —corean zumbones los demás.
Texto: Teresa Dovalpage. Foto: Quince primaveras de Bola.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Teresita, eres grande
;0)

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