Señoras y señores, estoy enfermo.
Magic Johnson
Magic Johnson
Si no hubiera conocido a Irving seguiría siendo lesbiana. Ahora he dejado de ser dueña de mi cuerpo, no me pertenece. También he renunciado a frecuentar a mis viejas amistades y he intentado, desde que vivo con él, deshacerme de mi pasado; incluso tuve la intención de cambiarme el nombre. Le dije: "Irving, ¿cómo quieres llamarme?" Pero él continuó llamándome como lo había hecho siempre. Después comprendí que los cambios sobre mi persona no los decidía yo; debía esperar que fuera él quien los propusiera. Invitarlo a nombrarme de otro modo fue un gran error, un error semejante al que cometí cuando me ricé el cabello pensando que a él le gustaría. Quería darle una sorpresa; ese día Irving había firmado un contrato por millones de dólares y su fotografía estaba en la mayoría de los periódicos del país. Iríamos a cenar a un restaurante italiano acompañados de sus amigos más íntimos; sin embargo, cuando entró a la recámara y descubrió mi nuevo peinado se enfureció. Al darme cuenta que mi atrevimiento lo había herido, imploré a sus pies un castigo mayor, una pena capaz de hacerme pagar una equivocación tan grave. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Justo cuando debíamos celebrar el gran éxito de Irving, olvidaba que mi cuerpo no me pertenecía y me rizaba el cabello. El dolor y las lágrimas me impidieron pedirle perdón y quedé tendida en medio del salón principal de la casa.
Más tarde escuché sus pasos caer en el mármol del piso y luego el golpe de la puerta principal. Irving se había marchado. Me incorporé: un gusanito de sangre tibia fluía por los orificios de mi nariz. El mármol estaba salpicado de gotitas rojas, lo mismo que el vestido y mis zapatillas de piel. Despedí a la servidumbre y sin cambiar el atuendo que había escogido con tanto cuidado para celebrar el éxito de mi esposo, me acomodé en la poltrona del gran salón a esperarlo. Para entonces Irving sabría ya qué hacer conmigo.
La puerta se abrió hasta la mañana del día siguiente. Irving vino hacia mí y tomándome en brazos me llevó a nuestra recámara. Nos desnudamos e hicimos el amor en silencio: se la estuve chupando hasta que su semen explotó dentro de mi boca. Regularmente después de venirse acostumbraba meterse bajo las cobijas y darme la espalda; pero en esta ocasión permaneció tendido boca arriba, roncando, mientras yo aprovechaba y pasaba mi lengua por sus testículos y por la superficie de su pene desganado, humedeciendo los vellos de su entrepierna y mordisqueándole la piel, suavemente para no despertarlo. No durmió mucho tiempo. Abrió los ojos cerca del medio día y al verme aún a su lado, desnuda, quiso seguir cogiendo. Me penetró por el culo mientras con sus manos enormes sujetaba ese cabello rizado que tanto le desagradaba. Sentí la descarga del semen como un líquido maravilloso expandiéndose en mis entrañas, incendiándome por dentro. Después Irving me dijo: "Vístete de otro modo, tenemos una comida a las dos con el gerente de publicidad."
Aprendí a ser la mujer de Irving, cosa que no representaba una tarea fácil; aprendí también a esperarlo cuando se marchaba a otro país a promover sus negocios, ausencias que a veces se prolongaban hasta dos o tres semanas. Jamás le hice ningún reproche, al contrario, cuando más debía estar ofendida más redoblaba mis esfuerzos por complacerlo.
Ayer por la tarde uno de los criados vino a tocar la puerta de mi recámara. Me dijo que Irving estaba en la televisión, en el canal 27 pronunciando un discurso. Tomé el control remoto y puse el canal 27; en efecto allí estaba Irving, haciendo gala de su voz pausada y fría. Lo que dijo me sorprendió mucho, anunciaba a la sociedad, al país entero, que había contraído el SIDA y, para restablecerse, decidía abandonar su actividad. Los hombres que le rodeaban le ofrecieron su apoyo y sus condolencias. No lo sabía; Irving no me había informado que estaba enfermo de SIDA. Si no llega pronto, esperaré el noticiero de la madrugada para ver si es posible tener más noticias sobre su enfermedad.
Hoy es lunes y no me ha llamado por teléfono.
Más tarde escuché sus pasos caer en el mármol del piso y luego el golpe de la puerta principal. Irving se había marchado. Me incorporé: un gusanito de sangre tibia fluía por los orificios de mi nariz. El mármol estaba salpicado de gotitas rojas, lo mismo que el vestido y mis zapatillas de piel. Despedí a la servidumbre y sin cambiar el atuendo que había escogido con tanto cuidado para celebrar el éxito de mi esposo, me acomodé en la poltrona del gran salón a esperarlo. Para entonces Irving sabría ya qué hacer conmigo.
La puerta se abrió hasta la mañana del día siguiente. Irving vino hacia mí y tomándome en brazos me llevó a nuestra recámara. Nos desnudamos e hicimos el amor en silencio: se la estuve chupando hasta que su semen explotó dentro de mi boca. Regularmente después de venirse acostumbraba meterse bajo las cobijas y darme la espalda; pero en esta ocasión permaneció tendido boca arriba, roncando, mientras yo aprovechaba y pasaba mi lengua por sus testículos y por la superficie de su pene desganado, humedeciendo los vellos de su entrepierna y mordisqueándole la piel, suavemente para no despertarlo. No durmió mucho tiempo. Abrió los ojos cerca del medio día y al verme aún a su lado, desnuda, quiso seguir cogiendo. Me penetró por el culo mientras con sus manos enormes sujetaba ese cabello rizado que tanto le desagradaba. Sentí la descarga del semen como un líquido maravilloso expandiéndose en mis entrañas, incendiándome por dentro. Después Irving me dijo: "Vístete de otro modo, tenemos una comida a las dos con el gerente de publicidad."
Aprendí a ser la mujer de Irving, cosa que no representaba una tarea fácil; aprendí también a esperarlo cuando se marchaba a otro país a promover sus negocios, ausencias que a veces se prolongaban hasta dos o tres semanas. Jamás le hice ningún reproche, al contrario, cuando más debía estar ofendida más redoblaba mis esfuerzos por complacerlo.
Ayer por la tarde uno de los criados vino a tocar la puerta de mi recámara. Me dijo que Irving estaba en la televisión, en el canal 27 pronunciando un discurso. Tomé el control remoto y puse el canal 27; en efecto allí estaba Irving, haciendo gala de su voz pausada y fría. Lo que dijo me sorprendió mucho, anunciaba a la sociedad, al país entero, que había contraído el SIDA y, para restablecerse, decidía abandonar su actividad. Los hombres que le rodeaban le ofrecieron su apoyo y sus condolencias. No lo sabía; Irving no me había informado que estaba enfermo de SIDA. Si no llega pronto, esperaré el noticiero de la madrugada para ver si es posible tener más noticias sobre su enfermedad.
Hoy es lunes y no me ha llamado por teléfono.
Texto: Guillermo Fadanelli. Dibujo: Daniel A.
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