la llegada de una mujer
y alegra su marcha.
Coco Chanel
Coco Chanel
Ningún olor nos asusta tanto como el que proviene de nuestro propio tracto urinario. Podríamos seguir el rastro fétido de un cadáver hasta encontrarlo debajo de nuestra cama, y nada nos mortificaría tanto como lo primero.
En aquellos tiempos imprudentes en que mi pene todavía no asumía su nueva identidad del “enmascarado de látex”, desprotegido en su lucha contra las infecciones bacterianas y venéreas, terminó por coger una legión de bichos que se instalaron desde la tierna abertura de su uretra, hasta el final del conducto urinario, atravesando todo el cuerpo cavernoso. No hubo secuela alguna respecto a lo biológico, impactos notorios en mi organismo que pudieran entristecerme, pero sí las hubo psicológicas, que son de las que deseo hablar en este artículo que no quiere otra cosa más que entretener y aleccionar a las nuevas generaciones en brama, o aquello que denominara de manera tan comercial el infame gurú del cinturón de castidad —Carlos Cuauhtémoc Sánchez— como: Juventud en éxtasis.
La primera lección que deberíamos de tener en cuenta es que, sin importar el aspecto de la mujer que nos llevemos al colchón, colchoneta, sillón, camastro o baja barda de ladrillo, cualquiera de ellas puede cargar agentes infecciosos en su pubis y agujeros que colindan. La jovencita que me regaló el olor a tiburón pertenecía a la clase alta de mi pueblo —al menos económicamente— así que no nos protege ni nos advierte de nada que la mujer en turno vista con ropa comprada en los outlets de San Diego, Los ángeles, o puntos intermedios. Tampoco importa que se ponga cremas, se saque la ceja, se haya hecho la liposucción y la rinoplastia, o que sea miembro del Club de Leones. Digamos que no es una cuestión de apariencias ni de posición social. Hay que cuidarse de todas, no solamente por el olor a tiburón, que es muy molesto —pero remediable— y que en este caso y por la concentración del aroma, bien podría haberse tratado de un viejo tiburón abandonado por semanas en una playa cualquiera.
La gardenerella vaginallis es un bacilo de los tantos que habitan y pululan en el juguete favorito de los hombres. Si Louis Pasteur (1822-1895) se hubiera enfocado al estudio de esa área seguramente se habría convertido en un santo varón, en un hombre rígidamente casto, recluido para siempre en una habitación profiláctica para nunca descubrir la penicilina. La oscuridad engendra demonios, como bien dicen los ocultistas, y en este caso no hay excepción. Las condiciones de humedad carcelaria que ofrece la vagina —con sus ocasionales derramamientos de sangre— otorgan un mundo maravilloso, o digamos que un primer edén diabólico para todo tipo de creaciones y mutaciones microscópicas, que al brotar buscarán —de ahí en adelante— su supervivencia, infectando bajo estos motivos, la mayoría de las veces, al único inocente infeliz que se atrevería a meter su nariz donde debe y no debería, y que ya sabemos de quien se trata: EL SEÑOR PITO.
En Introducción al estudio de hongos (uanl, 2005), aprendemos por simple comparación que la vagina es como los buenos quesos azules, que necesitan un equilibrio en su colonia si es que quieren seguir dentro de la categoría de manjares. El olor y la consistencia vaginales sanos no podrían ser lo que son sin una adecuada dosis de porquería, de la misma forma en que los quesos gourmet no serían lo que son sin su cantidad idónea de hongos. Es decir, siempre se requiere de algo de inmundicia en ambos casos. La gardnerella vaginallis es a la vulva lo que los hongos al queso, o lo que es lo mismo: todos tenemos algo de francés. Aunque ningún galo, cometería la osadía de devorarse unas ancas de rana engusanadas, por lo que nosotros tampoco deberíamos de hacerlo. Es decir: nunca entremos a una fonda sucia.
Advertencia: este artículo se escribe únicamente con fines de entretenimiento; por lo mismo, puede contener trazas de ficción y/o de cacahuate. No se lo tome literalmente. No sea imbécil.
En aquellos tiempos imprudentes en que mi pene todavía no asumía su nueva identidad del “enmascarado de látex”, desprotegido en su lucha contra las infecciones bacterianas y venéreas, terminó por coger una legión de bichos que se instalaron desde la tierna abertura de su uretra, hasta el final del conducto urinario, atravesando todo el cuerpo cavernoso. No hubo secuela alguna respecto a lo biológico, impactos notorios en mi organismo que pudieran entristecerme, pero sí las hubo psicológicas, que son de las que deseo hablar en este artículo que no quiere otra cosa más que entretener y aleccionar a las nuevas generaciones en brama, o aquello que denominara de manera tan comercial el infame gurú del cinturón de castidad —Carlos Cuauhtémoc Sánchez— como: Juventud en éxtasis.
La primera lección que deberíamos de tener en cuenta es que, sin importar el aspecto de la mujer que nos llevemos al colchón, colchoneta, sillón, camastro o baja barda de ladrillo, cualquiera de ellas puede cargar agentes infecciosos en su pubis y agujeros que colindan. La jovencita que me regaló el olor a tiburón pertenecía a la clase alta de mi pueblo —al menos económicamente— así que no nos protege ni nos advierte de nada que la mujer en turno vista con ropa comprada en los outlets de San Diego, Los ángeles, o puntos intermedios. Tampoco importa que se ponga cremas, se saque la ceja, se haya hecho la liposucción y la rinoplastia, o que sea miembro del Club de Leones. Digamos que no es una cuestión de apariencias ni de posición social. Hay que cuidarse de todas, no solamente por el olor a tiburón, que es muy molesto —pero remediable— y que en este caso y por la concentración del aroma, bien podría haberse tratado de un viejo tiburón abandonado por semanas en una playa cualquiera.
La gardenerella vaginallis es un bacilo de los tantos que habitan y pululan en el juguete favorito de los hombres. Si Louis Pasteur (1822-1895) se hubiera enfocado al estudio de esa área seguramente se habría convertido en un santo varón, en un hombre rígidamente casto, recluido para siempre en una habitación profiláctica para nunca descubrir la penicilina. La oscuridad engendra demonios, como bien dicen los ocultistas, y en este caso no hay excepción. Las condiciones de humedad carcelaria que ofrece la vagina —con sus ocasionales derramamientos de sangre— otorgan un mundo maravilloso, o digamos que un primer edén diabólico para todo tipo de creaciones y mutaciones microscópicas, que al brotar buscarán —de ahí en adelante— su supervivencia, infectando bajo estos motivos, la mayoría de las veces, al único inocente infeliz que se atrevería a meter su nariz donde debe y no debería, y que ya sabemos de quien se trata: EL SEÑOR PITO.
En Introducción al estudio de hongos (uanl, 2005), aprendemos por simple comparación que la vagina es como los buenos quesos azules, que necesitan un equilibrio en su colonia si es que quieren seguir dentro de la categoría de manjares. El olor y la consistencia vaginales sanos no podrían ser lo que son sin una adecuada dosis de porquería, de la misma forma en que los quesos gourmet no serían lo que son sin su cantidad idónea de hongos. Es decir, siempre se requiere de algo de inmundicia en ambos casos. La gardnerella vaginallis es a la vulva lo que los hongos al queso, o lo que es lo mismo: todos tenemos algo de francés. Aunque ningún galo, cometería la osadía de devorarse unas ancas de rana engusanadas, por lo que nosotros tampoco deberíamos de hacerlo. Es decir: nunca entremos a una fonda sucia.
Advertencia: este artículo se escribe únicamente con fines de entretenimiento; por lo mismo, puede contener trazas de ficción y/o de cacahuate. No se lo tome literalmente. No sea imbécil.
Texto: Gabriel Valtierra.
Ilustración: Daniel Valtierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario